De Guillermo Rodríguez Bernal

sábado, 13 de febrero de 2021

Recuerdo de niñez en mi barriada. Nuestros límites.

Venía esta tarde en un atasco de viernes saliendo de trabajar. Al estar la SE30 atascada, y después de soportar el 5º centenario, tiré por el Manchón para salir a la Pañoleta. Normalmente, cojo la autopista que me lleva a Castilleja, pero esa atracción hacia mi barriada, que sufro últimamente al leer a mis vecinos, me hizo subir por nuestra cuesta del caracol. La zarza de nuestro estadio de fútbol ha taponado por completo la salida que teníamos por los colegios. Al verla me hizo recordar aquellos límites, que teníamos de niño dentro de Coca.

Sentados en el olivar, el de la calle San Sebastián que da a la autovía, nos entreteníamos Santi, José Manuel y yo, en contar los coches que pasaban para Huelva. Unos elegíamos los seitas blancos y los otros el resto de coches. En su día, ganaban siempre los que elegíamos aquellos cascarones blancos por la cantidad que había de ellos. Aquel lugar era nuestra primera frontera con el resto del mundo y la calle nuestra casa. Los que eran mayores que nosotros, empezaban a motorizarse y a salir del barrio. Siempre recordaré a Vallejo, subir con su Puch Condor, la calle San Fernando, camino de Tomares. Esa era una de las primeras salidas de Coca. El miedo a cruzar ese puente, a través de aquel olivar que daba a Tomares, con los temidos Tomarejos por allí rondando. Era llegar al árbol de Tarzán, o con las bicis, hacer cross con los primeros montones de tierra de los cimientos de los pisos de Santa Eufemia. Cualquiera encuentra tierra ahora en Santa Eufemia.

Otra salida, era cruzar el túnel de la autovía a la altura de los colegios. Era larguísimo, oscuro y lleno de arañas por el techo, al menos así lo veía. Nuestro fin era ir a Marel, para coger las sobras de los paneles que tiraban, para nuestros trabajos de pretecnología en el colegio, los trabajos manuales de los que ya hablé una vez. Otras veces era con el fin de coger palodú. Decían, otros que lo hicieron antes, que cercano al arroyuelillo que cruzaba aquella parte había mucho. Recuerdo el color que tenían que tener las hojas y allí nos mareábamos buscando tan preciada golosina. Cualquiera encuentra palodú ahora.

El acceso al campo de hierba, como le decíamos nosotros, para los que vivíamos en San Sebastian nos era más fácil tirando por detrás de la casa del peón caminero, la casa de Blasito. Por ese otro olivar que tenía un caminito de tierra que daba a la carretera. Nuestro fin era ir a entrenar con el Coca, aunque últimamente me dedicaba más a mirar, o a jugar en la jungla. Recuerdo un corte en mi mano con una caña, no haber nadie en casa y curarme María, mi vecina de enfrente y madre de Marisol. Por aquel lado, íbamos también hacia esa casa tan enorme que había en ruinas cerca del Carambolo.

A medida que pasaba el tiempo, íbamos creciendo y abriéndonos un poco más al mundo, llegábamos a ir incluso al Carambolo, con aquellas fiestas que organizaban en su sede social. Recuerdo la muerte de Lennon, por aquellos entonces y como no paraban de poner “Woman”, “Jealous Guy” y “(Just like) Starting Over”. Poco después vino el instituto y se rompieron todas nuestras fronteras al conocer y encontrar amistad con chavales de Castilleja, Gines, Camas, Santiponce, Guillena, Gerena y hasta del mismo Tomares.

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