De Guillermo Rodríguez Bernal

sábado, 13 de febrero de 2021

Recuedos de niñez en mi barriada. Aquella televisión de entonces.

Aquella tarde de un soleado sábado de mediados de abril, estaba mi madre entretenida haciendo crochet aprovechando la luz al ser los días más largos. La media viena con aceite y azúcar la tenía sobre el poyete de la cocina y la recogía camino de la calle, donde esperaba encontrarme con mis amigos. Mi padre, en el patio, arreglaba las jaulas de los canarios y los lúganos. Aquel año consiguió una canaria blanca y la puso con el canario que más cantaba en casa. Soñaba con pichones albinos que tuvieran el trino del macho. La banda sonora partía del radio casette con alguna cinta de Antonio Mairena o Manolo Caracol. Mi hermana, en su cuarto, no dejaba de peinar a la Nancy haciendo de madre por un momento.

Me senté en mi escalera hasta que apareciera alguien. Me fije en el perfecto pespunte de las rodilleras que mi madre pegó a los pantalones, para esconder el siete que le hice hace unos días. Al fondo aparecía Santi. Su pan traía mantequilla y le gustaba espurrear colacao por encima. Para aprovechar la mantequilla que quedaba en el cuchillo, el corte que le hacían nuestras madres al pan en uno de sus bordes. En ese punto, a mi se me acababa el migajón y llegaba a la parte donde estaba todo el azúcar. Se escuchaba la persiana de la puerta de José Manuel, con lo que ya estábamos los tres y empezaba nuestras tertulias sobre cualquier tema.

Uno de los principales, y supongo que el de la mayoría de los niños de por entonces, era charlar sobre las series de televisión del momento. Fuera de nuestra conciencia y memoria, quedaban aquellas que recuerdas a través de tus padres. Vividas por cada uno pero que nunca se llegaron a recordar “in situ”. Recuerdos que venían cuando te obligaban a comer el pescado, diciéndote que era Flipper, o cuando veías un caballo negro y pensabas que se trataba de Furia. Sin dejar atrás a los Chiripitiflauticos con el tío Aquiles o las aventuras de Bonanza en su rancho de la Ponderosa.

Los que forman parte de nuestros inicios televisivos fueron posteriores. Hablo a los nacidos sobre ’66 o ’67. Nos gustaba “Starsky y Hutch” y esas tremendas persecuciones por las calles de no sé que ciudad. “La frontera azul”, donde todos queríamos ser Lin Chung, saltar y manejar la espada como aquellos chinos. Tener un loro como el de Tonny Baretta o lanzar la lanza con la habilidad de Orzowei, aunque fuera un palo de fregona o una tranca encontrada por ahí. Empezábamos a ver con “ojitos tiernos”, que diría un amigo, a Farah Fawcett en “Los Angeles de Charlie” y vimos crecer a una familia durante años en “La casa de la Pradera”. De ser niñas pequeñas a profesoras en el pueblo. Quien no se ha bajado de una furgoneta por detrás y no se le ha venido a la mente a “Los hombres de Harrelson”. Y aquella época, en la que muchos niños iban al colegio o salían a la calle con botos, no sé si memorando a Curro Jiménez, el Algarrobo, el Estudiante o el Fraile, aunque después viniera el Gitano. Esperábamos ansiosamente esas tardes de sábado o domingo para el encuentro con ellos y la posterior tertulia después.

También teníamos dibujitos animados, periquitos, como le decíamos algunos. Desde los que duraban diez minutos hasta las series continuas y con más desarrollo. Los Pixie y Dixie, con el gato andaluz Jim, los Picapiedra, el Oso Yogui, los autos locos (tremendo Pulgoso con esa risa a Pier Nodoyuna), la Pantera rosa, la hormiga atómica, el Correcaminos, y ese tan largo etcétera de dibujitos simples con carreras continuas en casas interminables donde aparecían continuamente la mesa, la lámpara, el sofá, la misma mesa, la misma lámpara, el mismo sofá, hasta que se metían en el agujero.

Relatos mas largos, de estos periquitos, los teníamos en Heidi y Marco, entre otros, pero creo que nunca llegaron a tener el agarre de Mazinger Z, en los niños de por entonces. Todavía te encuentras a gente por ahí con camisetas de la serie o, por aquí mismo, logos en su perfil de aquellos personajes. Estábamos al día de cada uno de los “brutos mecánicos” invenciones de Barón Ashler o el Conde Brocken, al servicio del Doctor Infierno. Discutíamos sobre cual de ellos, con la estrategia adecuada, pudiera haber ganado a Mazinger, si el Demos F3, el Glossam X2 o el Gelbros J3. Yo sigo pensando que el peor fue el Grengus C3. Por supuesto, a cada ataque de alguno de ellos, querernos anticipar sobre si Koji Kabuto debería utilizar el fuego de pecho o los rayos laser.

Conversaciones, cambios de opinión y risas en la escalera de mi casa a la sombra del limonero de mi vecina. Series que nunca hicieron de nosotros malas personas, a pesar de lo trágico, violento o inhumano de algunos comportamientos de los personajes. Imágenes que guardamos con cariño y que forman parte de nuestra infancia.

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