De Guillermo Rodríguez Bernal

sábado, 1 de octubre de 2016

El Camino de Zacarías.

Despierto, y todavía de noche, Zacarías esperaba el amanecer boca arriba en su cama, con una mano en la nuca y con el índice de la otra redibujando lo escrito por otros en las baldas de la litera de arriba. Nombres y fechas como registro habitual de los que ocuparon su sitio antes de que le tocara a él. En el pensamiento, ese dolor en la rodilla izquierda que le acompañaba en su caminar y que la mitad de un myolastán, ofrecido por una peregrina, hizo desaparecer milagrosamente la noche anterior. Con la poca luz que daba la farola pegada a la ventana, comenzó a bajar las escaleras que le hacían llegar al comedor del albergue. Como si de cristal se tratara, muy despacio apoyaba el pie en cada escalón, con el mimo que se le da a algo frágil que se puede romper en cualquier momento. Antes de salir, un café aderezado con el último ibuprofeno que le quedaba en el bolsillo de aquel pantalón, siempre cargado de pequeñas cosas.
A Gudiña
A Gudiña
Al salir, el tremendo frío y esa brisa que congelaba los huesos, le hizo darse cuenta que prestó más atención a su rodilla que a abrigarse como requería el momento. Se terminó de preparar con la prisa que requería esos grados negativos en los que estaba y comenzó a caminar, volviendo sobre los pasos con los que llegó por debajo de ese puente cargado con las vías del tren. A Gudiña dormía todavía.
A pesar de la depresión que le invadía y devoraba por dentro, parte del motivo por los que decidió salir al Camino, esa mañana salió relativamente contento. Quizás fuera producto de la sensación de libertad que le daba el no sentir ese punzante dolor, que le hacía no poder desplegar la rodilla días atrás. Todavía a oscuras y con la luz que le daba su lámpara frontal, dejó libre su mente para que fueran a ella esos pensamientos que sólo van y vienen cuando caminas en soledad. Ese aire gélido que hacen saltar las lágrimas y caer el moquillo, le traía el recuerdo de su niñez en el soriano pueblo de El Burgo de Osma. Venían
El Burgo de Osma
Puente y castillo en El Burgo de Osma
imágenes de felicidad, vestido de monaguillo en la catedral de la Asunción o tirándose piedras unos a otros en la defensa de las ruinas del viejo castillo, con otros niños del pueblo. Vivencias de su activa vida laboral como comercial, donde viajes, dinero y amores lo hacían sentirse agraciado de la vida que llevaba. Su mueca de sonrisa se apagaba por los errores cometidos y esos otros momentos que no pudo disfrutar sacrificado por lo que entonces estaba por encima de todo, sus obligaciones laborales. Y luego su jubilación, la soledad, el olvido y la sensación de un tiempo perdido e irrecuperable, una vida que no volverá jamás. Recuerdos que lo llevaban del cielo al infierno, mientras ya amanecido los rayos del sol dejaban ver uno de esos pueblos abandonados que, quizás, corrieron la misma suerte en su existencia que nuestro peregrino Zacarías.
Fue el momento en que su rodilla empezó a lamentarse de nuevo, precisamente en ese lugar en que se abandona la carretera y comienza un pequeño repecho por una pista mal asentada. Sabía que pararía en Campobecerros, no estaba para más, pero antes buscó una piedra alta donde sentarse y tratar de descansar un poco. Metía sus manos en los bolsillos a sabiendas que el último antiinflamatorio lo gastó al salir, pero con la esperanza vana de encontrar ese otro último que le diera alivio. De la mochila sacó algo de comer, le dio unos mordiscos a una cuña de queso que compró días antes de salir en Calatañazor y tragó unos buches de agua. Allí parado, el frío se adueñaba de él y el sudor que le corría por la espalda de la mochila le helaba los riñones. Se acordó de su vieja petaca, regalo de una visita a la fábrica de Gin Xoriguer en Menorca en sus últimos días trabajando. Estaba cargada con un orujo blanco que le vendieron en aquel bar-tienda que había en Padornelo, junto a la carretera, unas etapas atrás. Un buen trago le haría entrar en calor y aliviaría esa punzada constante de su rodilla.
Camino a Campobecerros
Camino a Campobecerros
Retomando el caminar, el dolor acuciaba y parecía no llegar nunca el momento de encontrarse con su meta del día. Cada puñado de metros eran kilómetros para él. La cara de Zacarías era espejo del sufrimiento que le suponía dar un solo paso y se desesperaba, mirando atrás continuamente y comprobando lo poco avanzado desde la última vez que lo hizo. Tuvo que parar de nuevo, le costaba la propia vida hacer avanzar su pierna izquierda. Sentado sobre su mochila, con sus codos sobre las piernas y sus manos en la cara, se le saltaban las lágrimas, se maldecía por la idea de arrancar con esa aventura y se preguntaba qué demonios hacía allí en medio de la nada, en aquella sierra ourensana. A sus pies, un pequeño trozo de palo tallado y un papel medio arrugado llamaron su atención por un momento. Era el extremo de un bordón, posiblemente tronchado en el caminar de otro peregrino. Sobre él, las toscas marcas hechas con navaja con anotaciones de finales de etapas pasadas. En el papel, con las letras casi quemadas por el tiempo a la intemperie, se dejaba ver el texto “El Gigante de Campobecerros: Realidad o Leyenda”.
Campobecerros
Pequeña imagen de Santiago en la Iglesia de la Asunción (Campobecerros)
Un nuevo trago de orujo le hizo levantar y continuar. Sin saberlo estaba a dos pasos del pueblo de Campobecerros, que se dejaba ver justo en el momento en que su iglesia de la Asunción hacía sonar once veces su campana. Eso pareció darle alas, ya estaba allí por fin, a pesar de tener que salvar aquella tremenda bajada que sabía que terminaría de destrozar su rodilla. Estaba convencido de que serían sus últimos metros antes de volver a casa, ya no caminaría más, no tenía sentido. Sin demasiados miramientos hacía la pierna afectada, empezó a descender, con las prisas que da el querer acabar con todo. Ya estaría a la mitad de esa cuesta demoledora cuando de pronto, y a pesar de su soledad, creyó sentirse acompañado. Sin mirar atrás paró en seco poniendo los cinco sentidos en todo lo que le rodeaba. Al oído, como una fuerte respiración parecía escucharse arriba, de donde venía, como detrás de unos árboles. Al tacto, las rachas de aire parecían arremolinarse a su alrededor, sintiéndose dentro de torbellinos acosadores que no lo dejaban. Al olfato, sensaciones como de húmedos pelajes de animales, mezclado con el olor de su propio sudor. El gusto lo apagó con otro trago de la pócima medicinal que contenía su petaca y que por dos veces acercaba a su boca. A la vista, continuos desprendimientos de pizarra bajo sus pies que provenían de arriba y que le hicieron resbalar y caer. A modo de tobogán bajaba por aquella ladera, hasta que el peso de la mochila lo hizo volcar y rodó unos metros cuesta abajo quedándose de lado. Abrió los ojos y, con la vista nublada, le pareció ver la forma de unos pies y unos tobillos enormes a un metro de él. Fue girar la cabeza buscando a quién pertenecían y ver ante sí a un algo gigantesco, de casi tres metros de altura, inmóvil, observándolo, pero era una visión distorsionada mezcla de su cansancio mental, unos ojos llorosos y de la tremenda polvareda montada en su vertiginoso y aparatoso descenso. Perdió la consciencia.
Al despertar, esa misma sombra la tenía más cercana aún, pero al recuperar del todo la visión, dos personas se interesaban por él. Estaba tumbado sobre una de las camas del albergue de Campobecerros, desfallecido y su única fuerza la empeñaba en agarrar fuertemente la vacía petaca que tenía en su mano derecha. De sus labios nacieron unas palabras: “El Gigante, el Gigante”.

Pincha aquí para ver más sobre el Gigante de Campobecerros.

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