De Guillermo Rodríguez Bernal

jueves, 2 de febrero de 2017

El Camino de Hijo y Padre.

Cuando el hijo fue a despertar a su padre, aquella farola que daba claridad a la habitación le hacía ver que ya estaba con los ojos abiertos. Inmóvil, como esperando el momento, Padre esperaba cada mañana el momento en que Hijo se acercara, le tocara la cara y la colmara de besos para despertarlo. Era muy temprano, todos dormían en el albergue de A Gudiña, pero Hijo sabía que tenían que madrugar por lo despacio que caminaba junto a Padre. Ya en el comedor, Padre esperaba paciente a que Hijo preparara ese primer desayuno, que daría las fuerzas para arrancar la jornada. Al terminar, darle esos 10 miligramos de memantina que ayudaba a Padre a mantener lo máximo posible en su entendimiento, en recordar quien era y quienes le querían. Con un cielo estrellado y sin que se notase sus ausencias, partieron Hijo y Padre en un nuevo caminar a Santiago, ya por tierras gallegas.
Rocabruna
Sant Feliu en Rocabruna
Padre nació y vivió siempre en Rocabruna hasta que Hijo tuvo una edad en la que necesitaba de los estudios que aquel trocito de región ripollesa no podía darle. Se mudaron a un piso en Ripoll, comprado con los ahorros de toda la vida y gracias a aquellos trabajos que le salieron como emigrante en Alemania. Hijo aprovecho unos días de vacaciones en el mes de abril para hacer el Camino de Santiago con Padre. No sé si con el intento de estar disfrutando de él las 24 horas del día o para intentar hacer reaccionar ese cerebro que se aletargaba día a día, con algo que había hecho el hombre toda su vida. Lejos quedaban esos días en los que ese padre activo tiraba de su hijo para inculcarle esa sana afición y que el hijo rechazaba en esa época llamada adolescencia que los tenía tan separados.
Torrent dels Trulls
Torrent dels Trulls en Beget
Hijo iba ataviado con ropajes y aperos de caminantes de los tiempos de ahora, mientras que a Padre le busco aquella antigua mochila de barras metálicas, unas botas con hebillas con cientos de kilómetros, unos pantalones militares que le gustaban mucho para caminar y un bordón para acompañar el paso que el hombre tenía tallado, todo de anteriores y antiguos caminos. Luego, en el caminar de cada día y viendo amanecer, Hijo contaba anécdotas de niño vividas con él, todo bajo una mirada perdida pero con ese oído activo que se notaba por algunas muecas que de cuando en cuando dejaban ver una sonrisa de Padre. Aquella mañana, el paso por el embalse As Portas le hizo recordar la cantidad de veranos en su pueblo, cuando bajaban a Beget a bañarse bajo el puente, con aquellas frías aguas del Torrent dels Trulls. Entrañable estampa la de un pasado con padre e hijo mojados y en calzones, tiritando de frío pero sonrientes, y adorable imagen la de un presente con Padre ausente e Hijo gesticulando y narrando cada detalle de aquellos días en lo que todo era tan y tan distinto.
Después de varias paradas, la última comiendo algo de fruta que Hijo portaba en su mochila, entraron en un terreno de subidas y bajadas donde Padre hacía uso de su bordón como si nunca hubiera olvidado cómo usarlo. Hijo se sorprendía de cómo no llegaba a recordar lo que había hecho minutos antes, el día anterior e incluso por momentos quien era, pero como se ajustaba su mochila y aprovechaba su bordón en subidas y bajadas como maestro de caminantes.
Campobecerros
Santiago en Campobecerros.
Ya intuía Hijo que estaría cerca de Campobecerros cuando un mal apoyo dio con Padre en el suelo, rompiéndose la base de su bordón por una de aquellas marcas talladas. Aterrado, desde el suelo, buscaba con anhelo la cara de Hijo que consolara ese miedo a lo que podría haberle pasado, sin que aparentemente diera muestras de estar dañado de alguna manera.
El parentesco entre ambos parecía haberse cambiado, al asir fuertemente la mano de su hijo, como sintiéndose amparado y seguro al cogerla y seguir con ella prendida al caminar. Fue el momento en que se encontraron a sus pies esa impresionante bajada que daría fin a la caminata del día. Las campanas de la iglesia de la Asunción de Campobecerros daban las once de la mañana. El hijo se alegraba de llegar a ese punto en el momento justo, por el nerviosismo que reflejaba su padre después de la caída.
Trataba de buscar la mejor zona para bajar sin resbalar, mientras Padre agarraba fuerte a su hijo con una mano y apoyaba lo mejor que podía su malogrado bordón sobre aquella pizarra resbaladiza. Un fuerte olor a humedad pareció rodearles, aunque en un principio no se percataron de ello por lo pendientes que estaban con la bajada. Se escucharon tronchar de ramas más arriba, mientras a las piedras que caían de lo alto se unió una fuerte ventolera que causó un gran polverío. Hijo tuvo que detener la marcha para buscar su origen pero no se veía apenas nada. Padre se frota los ojos y pierde por un momento el contacto con su hijo. Angustiado lo busca, no hallando rastro de él y viéndose golpeado por una de esas rachas de viento que lo hace caer y rodar unos metros. Al sentarse sobre el suelo, con la cabeza baja y sangrando por una de sus cejas, se ve solo y sin nadie y nada a su alrededor. Pasó bastantes minutos de esa forma, totalmente desamparado e inmóvil. Todo estaba en calma y por un instante de sus labios nacía sólo una palabra: “Hijo”.

Dedicado a mi añorada suegra, Carmen Vega, y a esa lucha constante que mantiene contra el alzheimer que padece.

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