De Guillermo Rodríguez Bernal

domingo, 4 de diciembre de 2016

El Camino de Sterling.

Amaneciendo
Amaneciendo a la salida de A Gudiña
Abrió los ojos sobresaltado, pensando que se había quedado dormido y no saldría a la hora prevista. Frente a él, en el techo del albergue de A Gudiña, se veía únicamente la sombra que durante toda la noche reflejaba la farola pegada a la ventana, con lo que todavía no había amanecido. Los problemas en los pies y en los hombros que acarreaba Sterling desde hace días, le hacían madrugar para llegar a buena hora al lugar que sus apuntes reflejaban como el fin de la etapa. Sabía que se levantaría el primero, como había estado ocurriendo días atrás en los albergues por donde pasó, con lo que tuvo la precaución de buscar la llave de la luz antes de acostarse el día anterior. A oscuras, fue directo hacia ella e iluminó sin problemas el comedor de la planta baja, buscó uno de los bancos para sentarse y empezó a ponerse protecciones en aquellas partes que tenía afectadas por el caminar. Gasas con desinfectante para su talón derecho, que lo llevaba en carne viva; mover un poco los hilos a modo de sierra curándose esa ampolla de la planta del pie izquierdo y colocarse unos apósitos en las sobresalientes clavículas, que la rozadura de las correas de la mochila le hacían ver las estrellas.
Ese verano era de lluvias pero caluroso, así que decidió salir sólo con una camiseta puesta, pegó un portazo a la puerta del albergue y echó a caminar. Le costaba arrancar, parecía como si la dichosa ampolla fuera un clavo incandescente cada vez que ponía la planta del pie en el suelo. El roce del talón molestaba, pero sabía que no era nada para como se pondría horas después.
En la mente el recuerdo de su amigo Joe, su compañero de trabajo del Kimmel Center de Philadelphia. Eran guardias nocturnos del centro y alguna que otra vez Joe contaba sus vacaciones en España haciendo el Camino de Santiago, de las maravillas que encontraba en el caminar y de esas sensaciones y sentimientos que afloraban desde que lo inicias hasta que llegabas al fin del Camino. Le hablaba de lo duro que pudiera ser a veces, pero de esas recompensas que conseguías al terminar de subir un alto, el alcanzar el final de la etapa o la hermandad que se crea con otros como tú a los que nunca habías visto antes. Sterling escuchaba a su amigo y veía palabras un poco exageradas de lo que contaba. También entendía esa dureza del Camino por el sobrepeso de su compañero nocturno. Ese punto fanfarrón que algunas veces nace en las personas, le hacía pensar que con su atlética complexión no sentiría la dureza que padeció su amigo Joe.
El no haber desayunado al salir, por las prisas de querer llegar, empezó a hacer mella y el estómago a pedir su alimento. Las pequeñas aldeas que salían a su paso estaban casi desiertas y las dos personas que encontró en una de ellas le indicaron que hasta Campobecerros no encontraría nada. Apretó el paso lo que sus pies le permitían, mientras continuamente se ajustaba la mochila por el dolor que amanecía de nuevo en sus clavículas. Se dio cuenta que Joe tenía razón que podía ser duro en determinados momentos y que el estado físico de cada uno era irrelevante.
As Portas
Embalse As Portas
La recompensa llegó a la altura del embalse As Portas. Algo cambió en su forma de pensar, en su forma de hacer el camino en aquella maravilla de tramo. No se trataba de salir el primero, de caminar rápido, de pensar en la meta. Se trataba simplemente de caminar y de disfrutar de todo lo que el tramo que recorría le daba. Aquella vista en la montaña le hacía sentir único y quitaba valor a todo lo que había hecho días atrás, el evitar el roce con otras personas, el no pararse a degustar una buena comida, el pasar de largo aquel árbol, no sentarse a su sombra y no llenarse de esa energía que el camino gratuitamente le ofrecía, de dejar pasar sin darles importancia a esas sensaciones y sentimientos de los que hablaba su amigo Joe. Sterling estaba en una maratón y en ese momento paró para seguir su camino andando y abierto a todo lo que le rodeara.
Llegó un momento en que no podía continuar. No había sitio para sentarse con lo que lo hizo directamente en el suelo. Sacó sus apuntes, impresos en folios independientes, y por lo que veía tendría que estar muy cerca de Campobecerros. Al pasar uno de aquellos papeles, apareció uno más pequeño a modo de cuartilla con el título de “El Gigante de Campobecerros: Realidad o Leyenda”. Arrugó el papel y lo tiró allí mismo, no estaba él para cuentos ahora. Sacó su mini-botiquín, se quitó las botas y empezó a curar sus heridas. El apósito del talón estaba empapado en sangre y la ampolla de la planta del pie estaba bien. Reforzó sus hombros y arrancó de nuevo su caminar. Sin saberlo estaba a dos pasos del cortafuego que daba paso a Campobecerros, que lo tenía a sus pies. Las campanas de la iglesia de la Asunción daban las once de la mañana. Lo tenía claro, no llegaría a Laza e intentaría buscar algún alojamiento en ese pueblo que veía allí abajo.
Empezar a bajar y notar un aire fresco muy inusual para aquel tiempo y por aquellas tierras. Parecía como si silbara al pasar a su lado. Trozos de pizarra se desprendían ladera abajo pero tenía la lección aprendida, nada de correr, había que ir despacio. Ruidos de pisadas detrás de él le hacían volverse, quería poner en práctica el hablar con otros como él, de la manera que fuera, aunque no se entendieran, pero no había nadie. Sin apenas darse cuenta, siente un pinchazo en una de sus piernas. Algo le había rasgado el pantalón y le provocó un arañazo a la altura del gemelo derecho. El aire cada vez era más fuerte levantando polvo a su paso y tapando visión. Otro nuevo arponazo sintió en la otra pierna con las mismas consecuencias. A pesar de su profesión, sintió miedo. Se sentía atacado por algo extraño y lo único que veía era caer piedras desde arriba. Pensaba que pudiera ser los trozos afilados de alguna de ellas que le provocaban esos cortes. Un fuerte rugido, parecido al quebrar de un árbol tronchado por el viento, se escucho a sus espaldas. En ese instante, creyó sentir un fuerte golpe en la mochila que lo enganchaba y lo hacía girar como un trompo, haciéndolo caer y rodar ladera abajo. Acurrucado pero en guardia vio como el viento cesó, la tierra, las piedras y la polvareda empezaron a aposentarse y todo volvió a la normalidad. Inmóvil trataba de recapitular todo lo ocurrido minutos antes. Se acordó de aquel papel arrugado arriba del todo. “El Gigante, el Gigante”.

Pincha aquí para ver más sobre el Gigante de Campobecerros.

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