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Salida de Villaharta |
Una tapia, con un punto de cruz hecho
de hilo azul de pintura acrílica, se despedía de nosotros en una de las últimas
casas de Villaharta. Un cielo azul, ese ambiente limpio que deja ver con
claridad la lejanía, el frío inesperado que mantenía el termómetro a la verita
del cero y algo de esas subidas llevaderas, que parecen asustar y después se
quedan en nada, eran el arranque de esta decimo primera etapa desde nuestra
salida de la capital malagueña. Con las fuerzas renovadas, la sonrisa en la
cara y la ilusión de un nuevo amanecer caminero, dejábamos atrás el pueblo de
Villaharta y, justo en frente, se dejaba ver a lo lejos los últimos cerros a
vadear de la Sierra Morena andaluza.
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Pasado el Cortijo San Isidro |
El cordobés Arroyo de las
Serranas y el Cortijo de San Isidro fueron el fin de un repecho que nos llevó a
una pista ancha y cómoda en el caminar. Algunos kilómetros hicimos entre fincas
de encinas, olivos y con pinceladas de matas de manzanillas, que rompían el
verdor de lo que nos rodeaba. En poco, un desvío hace que la bajada se vuelve
brusca, lenta y embrujadora. El sendero se hace sinuoso, estrecho y la
vegetación te rodea casi por completo. La encina es más joven pero los líquenes
envuelven sus ramas y la hacen parecer envejecida. Mencionable el trabajo de
pintura de flechas amarillas que daban la tranquilidad que el peregrino
necesita para saber que va por buen camino. Igualmente, las barandas de madera,
en los tramos difíciles, y los escalones que amortiguaban esa bajada eran de
agradecer.
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Río Guadalbarbo |
Llegamos al Guadalbarbo. Fue
cruzarlo, por unos pivotes de hormigón puestos para no mojarnos, y aprovechar
el merendero del otro lado para beber algo de agua, estirar músculos y
descansar un poco. Después tocaba subir de golpe de los 537 metros, en los que
estábamos, a los 732 de altitud. La jara, ese sin fin de encinas y parcelas de
olivos eran testigos de aquella subida que se afronta con paso corto y poca
conversación, midiendo fuerza. Una nueva pista, ancha y cómoda sería lo
siguiente, teniendo siempre bajo nuestros pies el trazado de la antigua cañada
real soriana.
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Dejando el Guadalbarbo |
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Subiendo al Calatraveño |
Poco quedaba para nuestro fin de
etapa y el camino hizo que se volviera incomodo. Entre olivos nuestras piernas
sufrieron un trazado de mucha piedra, que hacía medir cada paso, tener la cabeza
baja y sufrir esa pereza que da el saber que la meta está cerca pero aún no se
ha llegado. A nuestra vera, en unos metros tan sólo, el arroyo del Lorito
parecía llevarnos de la mano hasta las minas Guillermín, que en nada salen a
nuestro encuentro. Algún que otro animal de granja corre buscando el refugio,
poco habituado al paso por aquellas tierras de personajes como nosotros. Pocos
metros después, antes de alcanzar el puerto del Calatraveño, se encontraba el
lugar donde pasaríamos la noche. La candela de una buena chimenea hizo que no
pasáramos frío aquella noche y dos perros guardianes el que durmiéramos
tranquilos. Solos en aquel pseudo-albergue, regentado por Rosa y Javi, a la
espera del amanecer del día siguiente que nos haría continuar hasta Alcaracejos.
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Alguna de las buenas pistas de subida al Calatraveño |
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