Como escribí hace unos meses, hoy
vuelvo a ser el niño de unos doce años callado y observador. Decido volver a
dar un paseo por mi barriada y coincido con mi padre a la salida de casa. Es
por la tarde y el verano no está siendo demasiado caluroso. Mi padre sale con
una carpeta azul de gomillas bajo el brazo. Dice que tardará un rato. Es el
secretario de
Él continua calle adelante, mientra yo subo corriendo los escalones que llevan a Doctor Fleming de dos en dos o por las rampitas de los lados. Me fijo en lo desgastado de mis zapatos por la puntera. El marrón pasaba a tener un color mas claro. Paso directamente a Párroco Fernández y veo jugar en su terraza a María Luisa y su hermano, que me saludan atentamente. En nada de tiempo llego a la antigua Primo de Rivera por la calle Jerez y me paro a charlar un rato con Diego Ramírez, gran amigo de Coca. En tiempos, nos íbamos a su casa José Manuel y yo a escuchar cintas de cassettes de Arevalo. Recuerdo los tres tirados en su sillón, muertos de risa con aquellos chistes que hoy suenan tan pasados. Continuando para el puente de Tomares, el Tagua riega su terraza. El cigarro colgado del labio no impide que pregunte como estaba mi padre. Se vienen a la cabeza las innumerables historias que relataba mi padre vividas con este hombre. Siempre se portó conmigo de forma muy cariñosa y me consta que fue muy amigo suyo siempre. Sigo hacia delante y Antonio Molina sale muy bien ataviado, dejando la cancela de su casa cerrada. No me saluda, nos conocemos sólo de vista y no sabíamos que con el tiempo llegaremos a ser buenos amigos y compañeros de bastantes correrías. Su padre lo espera en el 850 blanco aparcado a la puerta de su casa y con el motor en marcha.
Ese paseo iba a ser distinto,
porque me iba a meter en una calle con vecinos muy especiales. Pocas veces se
entraba y salía por la calle Almirante Bonifaz. Aquella tarde estaba muy
concurrida. Entradas y salidas en lo de Manolo de la tienda. Se ve que alguna
fiesta se prepara para por la noche. Francis González entra en su casa seguido
de varios amigos con raqueta de tenis, mientras su hermana Mariló los observaba
tranquila en su terraza. La señorita María José advertía a su hijo Miguel Ángel
que no volviera tarde. Miguel Galindo, otro gran amigo de mi padre, pasea con
su mujer camino del puente. Carlos Risoto iba con prisas. Estaba sonriente y
daba besos a tres de sus hijas que se le acercaron. María del Carmen lo
abrazaba, mientras Patricia esperaba paciente su turno. Silvia me saludaba. Ella
y yo somos buenos amigos. Al hacerlo, Carlos se percata y me da recuerdos para
la familia. A la salida de la calle, Alfonso de Diego y su hermano Javi,
miraban una bicicleta, como si no funcionara bien. Su padre, desde arriba de la
escalera que daba a su casa, me saludaba con la mano. Mi amigo, me dice que a
ver si tenemos suerte este año y caemos juntos de nuevo en clase. Años más
tarde, Javi y yo caminaríamos bastantes días de Camas a casa a la salida del
instituto. Buenas conversaciones con el pequeño de los De Diego subiendo
De nuevo en Primo de Rivera
continúo para San Fernando. A la altura de la casa de Alferez, Mariola y Ángela
Montero miran entre los cristales la colección de cuadros que el pintor tenía
colgados en ese momento. Las recuerdo bastante tiempo juntas en el colegio,
pero nunca las había visto en la calle. Bajando, Miguel Angel Galea tuerce para
su casa. Todavía me saluda, aunque con el tiempo dejara de hacerlo. Camino de
mi calle, me reencuentro con mi padre. El presidente de
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