Aquella tarde de un soleado
sábado de mediados de abril, estaba mi madre entretenida haciendo crochet
aprovechando la luz al ser los días más largos. La media viena con aceite y
azúcar la tenía sobre el poyete de la cocina y la recogía camino de la calle,
donde esperaba encontrarme con mis amigos. Mi padre, en el patio, arreglaba las
jaulas de los canarios y los lúganos. Aquel año consiguió una canaria blanca y
la puso con el canario que más cantaba en casa. Soñaba con pichones albinos que
tuvieran el trino del macho. La banda sonora partía del radio casette con
alguna cinta de Antonio Mairena o Manolo Caracol. Mi hermana, en su cuarto, no
dejaba de peinar a
Me senté en mi escalera hasta que apareciera alguien. Me fije en el perfecto pespunte de las rodilleras que mi madre pegó a los pantalones, para esconder el siete que le hice hace unos días. Al fondo aparecía Santi. Su pan traía mantequilla y le gustaba espurrear colacao por encima. Para aprovechar la mantequilla que quedaba en el cuchillo, el corte que le hacían nuestras madres al pan en uno de sus bordes. En ese punto, a mi se me acababa el migajón y llegaba a la parte donde estaba todo el azúcar. Se escuchaba la persiana de la puerta de José Manuel, con lo que ya estábamos los tres y empezaba nuestras tertulias sobre cualquier tema.
Uno de los principales, y supongo
que el de la mayoría de los niños de por entonces, era charlar sobre las series
de televisión del momento. Fuera de nuestra conciencia y memoria, quedaban
aquellas que recuerdas a través de tus padres. Vividas por cada uno pero que
nunca se llegaron a recordar “in situ”. Recuerdos que venían cuando te
obligaban a comer el pescado, diciéndote que era Flipper, o cuando veías un
caballo negro y pensabas que se trataba de Furia. Sin dejar atrás a los
Chiripitiflauticos con el tío Aquiles o las aventuras de Bonanza en su rancho
de
Los que forman parte de nuestros
inicios televisivos fueron posteriores. Hablo a los nacidos sobre ’66 o ’67. Nos
gustaba “Starsky y Hutch” y esas tremendas persecuciones por las calles de no
sé que ciudad. “La frontera azul”, donde todos queríamos ser Lin Chung, saltar
y manejar la espada como aquellos chinos. Tener un loro como el de Tonny
Baretta o lanzar la lanza con la habilidad de Orzowei, aunque fuera un palo de
fregona o una tranca encontrada por ahí. Empezábamos a ver con “ojitos
tiernos”, que diría un amigo, a Farah Fawcett en “Los Angeles de Charlie” y
vimos crecer a una familia durante años en “La casa de
También teníamos dibujitos
animados, periquitos, como le decíamos algunos. Desde los que duraban diez
minutos hasta las series continuas y con más desarrollo. Los Pixie y Dixie, con
el gato andaluz Jim, los Picapiedra, el Oso Yogui, los autos locos (tremendo
Pulgoso con esa risa a Pier Nodoyuna),
Relatos mas largos, de estos periquitos, los teníamos en Heidi y Marco, entre otros, pero creo que nunca llegaron a tener el agarre de Mazinger Z, en los niños de por entonces. Todavía te encuentras a gente por ahí con camisetas de la serie o, por aquí mismo, logos en su perfil de aquellos personajes. Estábamos al día de cada uno de los “brutos mecánicos” invenciones de Barón Ashler o el Conde Brocken, al servicio del Doctor Infierno. Discutíamos sobre cual de ellos, con la estrategia adecuada, pudiera haber ganado a Mazinger, si el Demos F3, el Glossam X2 o el Gelbros J3. Yo sigo pensando que el peor fue el Grengus C3. Por supuesto, a cada ataque de alguno de ellos, querernos anticipar sobre si Koji Kabuto debería utilizar el fuego de pecho o los rayos laser.
Conversaciones, cambios de opinión y risas en la escalera de mi casa a la sombra del limonero de mi vecina. Series que nunca hicieron de nosotros malas personas, a pesar de lo trágico, violento o inhumano de algunos comportamientos de los personajes. Imágenes que guardamos con cariño y que forman parte de nuestra infancia.
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