San Sebastián C.F. |
Aquellos recuerdos de lugares donde estuve, redactados con el deseo de algún día volver.
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Hace tiempo que no escribía cosas por aquí de esos tiempos de la Coca de mi niñez. La verdad es que se acaba el repertorio y, para escribir algo meritorio de las personas que nos leen, no quería hablaros de cualquier cosa. Para decidirme, se han juntado los sentimientos de dos amigos que han provocado que se encendiera esa bombilla que me hiciera arrancar. Por un lado, mi última caminata con José Manuel R. Baños, amistad que siempre despierta admiración entre amigos y compañeros de trabajo por ser tan cercana y de casi 50 años juntos, difícil de entender para muchos en los tiempos que vivimos. Por el otro, el acertado comentario de alguien muy cercano a todos nosotros por estos foros y en la barriada. Persona con la que antes apenas he tenido trato, pero que estos medios me ha hecho tenerle un aprecio muy especial, por esas aficiones suyas tan afines a las de mi padre. Hace unos días, con su buen hablar me decía: “Creo que hemos tenido la suerte de nacer y crecer en un barrio que en un momento fue una casa grande de todos, y se conoce y quiere a todo el mundo de aquella época. Más que vecinos eran titos y titas de todos.” Sabias palabras de un hombre inteligente y buen amigo.
Por dos veces tuve que hacer
octavo de
Sería complicado recordar o hacer un cálculo de cuando comencé con mis obligaciones escolares. Lo único que puedo recordar eran unas escaleras por donde subía cada mañana, en aquel lugar de la calle Ben-Alkama al lado del polvero, una especie de aula con patio pegado donde corríamos como locos y mi primera maestra, Mari, vecina de siempre del barrio y a la que en casa se tenía esa denominación de “la amiguilla”. La verdad es que sólo tengo flashes de lo que fueron aquellos días sin poder aportar ningún sentimiento ni mas memoria de aquel inicio.
Aquella tarde de un soleado
sábado de mediados de abril, estaba mi madre entretenida haciendo crochet
aprovechando la luz al ser los días más largos. La media viena con aceite y
azúcar la tenía sobre el poyete de la cocina y la recogía camino de la calle,
donde esperaba encontrarme con mis amigos. Mi padre, en el patio, arreglaba las
jaulas de los canarios y los lúganos. Aquel año consiguió una canaria blanca y
la puso con el canario que más cantaba en casa. Soñaba con pichones albinos que
tuvieran el trino del macho. La banda sonora partía del radio casette con
alguna cinta de Antonio Mairena o Manolo Caracol. Mi hermana, en su cuarto, no
dejaba de peinar a
Como escribí hace unos meses, hoy
vuelvo a ser el niño de unos doce años callado y observador. Decido volver a
dar un paseo por mi barriada y coincido con mi padre a la salida de casa. Es
por la tarde y el verano no está siendo demasiado caluroso. Mi padre sale con
una carpeta azul de gomillas bajo el brazo. Dice que tardará un rato. Es el
secretario de
Como los últimos brochazos que se le dan a un cuadro terminado, se me vienen a la memoria pinceladas de lo que fue mi niñez y juventud en Coca. Pequeños detalles que no montan una historia completa, pero que juntos forma parte de lo vivido en nuestra barriada.
Recuerdos de colores rojo y anaranjado, de las colas de los zapateros posados en las margaritas del olivar. Muchas tardes detrás de ellos, para cazarlos, mostrarlos como un trofeo y volverlos a soltar.
El padre de mi amigo José Manuel, Pepe, vivía en Castilleja antes de casarse y venirse a Coca. Entre sus amistades en nuestro pueblo vecino, tenía una familia que venía muy a menudo de visita a su casa. El hijo de esta familia, casualmente también se llamaba José Manuel e hizo buenas migas con nosotros, con esa facilidad que sólo tienen los chiquillos para congeniar rápidamente. Sería sobre el año ’81 o el ‘82, lo recuerdo porque ya íbamos a Camas al instituto, nos invitó un día a jugar al tenis. Solían pedir permiso a las monjas del convento y teníamos las canchas para nosotros. Fuimos un par de veces a jugar y fue, en esta segunda vez, cuando nos dijeron que la próxima vez se traerían una pelota de baloncesto y jugaríamos allí mismo en lugar de hacerlo al tenis.
Me imagino siendo todavía niño.
No llegaré a los diez, aunque a lo largo de estas letras, iré pasando a los
ocho, a los quince, a los veinte y volveré a los diez, dependiendo de quien me
vaya encontrando. Bajo los escalones de mi casa en la calle San Sebastián. Es
un día verano, como el de hoy. Amparo, Amparito, está en la calle y me da un
abrazo. Siempre me dice cosas bonitas, me quiere mucho. Marisol está en la
puerta, apoyada sobre el quicio, y sonríe mientras fuma un cigarrillo. Los
niños ya están en la calle. José Manuel, Paco, Rafa, Tere, Santi, Mari Gracia,
Ramón, Ricardo “el catalán”, Juanda,
Creo que ha sido un placer para todo el mundo ver este homenaje brindado a nuestro Juanito de la farmacia. No voy a escribir nada, porque sería redundar en todo lo que todos, con vuestro cariño, ya le habéis expresado con vuestros sentimientos hacia él. No tiene el mayor sentido volver otra vez a repetir lo mismo y quizás peor expresado. Con todo esto, vengo a referirme a otros servicios que siempre tuvimos en nuestra barriada de atención 365 días al año. Nuestras grandes tiendas, como es de recibo cerraban a determinadas horas, para continuar con su labor sin descanso el resto del año. Pero que podemos decir de esos quioscos repartidos por todas las calles de nuestro barrio. Casas particulares, convertidas en negocio a las que se acudía como cuando nos hacía falta unas papas y un poco de aceite de nuestros vecinos de al lado.
Venía esta tarde en un atasco de
viernes saliendo de trabajar. Al estar
El terminar de aquel verano, nos traería a muchos de nosotros algo importante en nuestras vidas. Dejábamos el colegio “de la escalerilla”, donde conseguimos ser los reyes del patio, y pasábamos al colegio “de abajo”. Nos empezábamos a hacer mayores y muchos cambios nos esperaban, en los próximos cuatro años, de los que no éramos conscientes. Desde la calle San Sebastián, cogíamos la escalera para bajar a Pio XII, después la rampa para Ben Alkama y por último bajar esa larga calle que nos llevaba al colegio. Confluíamos en nuestro caminar, con el resto de los compañeros, con los que compartíamos clase.
Apostado en la puerta de mi casa, en la calle Inés Rosales de Castilleja de
Amanecía cada mañana con el despertar de la voz de mi madre desde la cocina, que nos decía que una nueva jornada nos esperaba en un nuevo día. Sentado en la mesa pegada a la pared, esperaba paciente a que subiera de la calle. Alfredo, puntualmente, paraba siempre en los mismos sitios, y allí acudían para comprar el pan y algunas magdalenas para el desayuno. A la vez que se desayunaba, en la nueva radio que trajo mi padre de quien sabe donde, se escuchaban los primeros episodios de “La saga de los Porretas”.