Amaneciendo a la salida de A Gudiña |
Ese verano era de lluvias pero
caluroso, así que decidió salir sólo con una camiseta puesta, pegó un portazo a
la puerta del albergue y echó a caminar. Le costaba arrancar, parecía como si la
dichosa ampolla fuera un clavo incandescente cada vez que ponía la planta del
pie en el suelo. El roce del talón molestaba, pero sabía que no era nada para
como se pondría horas después.
En la mente el recuerdo de su
amigo Joe, su compañero de trabajo del Kimmel Center de Philadelphia. Eran
guardias nocturnos del centro y alguna que otra vez Joe contaba sus vacaciones
en España haciendo el Camino de Santiago, de las maravillas que encontraba en
el caminar y de esas sensaciones y sentimientos que afloraban desde que lo
inicias hasta que llegabas al fin del Camino. Le hablaba de lo duro que pudiera
ser a veces, pero de esas recompensas que conseguías al terminar de subir un
alto, el alcanzar el final de la etapa o la hermandad que se crea con otros
como tú a los que nunca habías visto antes. Sterling escuchaba a su amigo y
veía palabras un poco exageradas de lo que contaba. También entendía esa dureza
del Camino por el sobrepeso de su compañero nocturno. Ese punto fanfarrón que
algunas veces nace en las personas, le hacía pensar que con su atlética complexión
no sentiría la dureza que padeció su amigo Joe.
El no haber desayunado al salir,
por las prisas de querer llegar, empezó a hacer mella y el estómago a pedir su
alimento. Las pequeñas aldeas que salían a su paso estaban casi desiertas y las
dos personas que encontró en una de ellas le indicaron que hasta Campobecerros
no encontraría nada. Apretó el paso lo que sus pies le permitían, mientras
continuamente se ajustaba la mochila por el dolor que amanecía de nuevo en sus clavículas.
Se dio cuenta que Joe tenía razón que podía ser duro en determinados momentos y
que el estado físico de cada uno era irrelevante.
Embalse As Portas |
Llegó un momento en que no podía
continuar. No había sitio para sentarse con lo que lo hizo directamente en el
suelo. Sacó sus apuntes, impresos en folios independientes, y por lo que veía
tendría que estar muy cerca de Campobecerros. Al pasar uno de aquellos papeles,
apareció uno más pequeño a modo de cuartilla con el título de “El Gigante de
Campobecerros: Realidad o Leyenda”. Arrugó el papel y lo tiró allí mismo, no
estaba él para cuentos ahora. Sacó su mini-botiquín, se quitó las botas y empezó
a curar sus heridas. El apósito del talón estaba empapado en sangre y la
ampolla de la planta del pie estaba bien. Reforzó sus hombros y arrancó de
nuevo su caminar. Sin saberlo estaba a dos pasos del cortafuego que daba paso a
Campobecerros, que lo tenía a sus pies. Las campanas de la iglesia de la
Asunción daban las once de la mañana. Lo tenía claro, no llegaría a Laza e
intentaría buscar algún alojamiento en ese pueblo que veía allí abajo.
Empezar a bajar y notar un aire
fresco muy inusual para aquel tiempo y por aquellas tierras. Parecía como si
silbara al pasar a su lado. Trozos de pizarra se desprendían ladera abajo pero
tenía la lección aprendida, nada de correr, había que ir despacio. Ruidos de
pisadas detrás de él le hacían volverse, quería poner en práctica el hablar con
otros como él, de la manera que fuera, aunque no se entendieran, pero no había
nadie. Sin apenas darse cuenta, siente un pinchazo en una de sus piernas. Algo
le había rasgado el pantalón y le provocó un arañazo a la altura del gemelo
derecho. El aire cada vez era más fuerte levantando polvo a su paso y tapando
visión. Otro nuevo arponazo sintió en la otra pierna con las mismas
consecuencias. A pesar de su profesión, sintió miedo. Se sentía atacado por
algo extraño y lo único que veía era caer piedras desde arriba. Pensaba que
pudiera ser los trozos afilados de alguna de ellas que le provocaban esos
cortes. Un fuerte rugido, parecido al quebrar de un árbol tronchado por el
viento, se escucho a sus espaldas. En ese instante, creyó sentir un fuerte golpe en la mochila que lo enganchaba y lo hacía girar como un trompo, haciéndolo caer y rodar ladera abajo. Acurrucado pero en
guardia vio como el viento cesó, la tierra, las piedras y la polvareda empezaron a aposentarse y todo volvió
a la normalidad. Inmóvil trataba de recapitular todo lo ocurrido minutos antes.
Se acordó de aquel papel arrugado arriba del todo. “El Gigante, el Gigante”.
Pincha aquí para ver más sobre el Gigante de Campobecerros.
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